El fidecomiso que salvó una tradición.
Una historia de legado, familia y decisiones a tiempo.
Don Ernesto fundó la Bodega en las laderas del Valle de Uco, Mendoza, hace más de 50 años. Hijo de inmigrantes, trabajó la tierra con sus propias manos y convirtió unas pocas hectáreas de viñedo en un negocio familiar reconocido por sus tintos de altura y su enoturismo de autor. Era su orgullo, su identidad y –según decía– su forma de hablarle al mundo.
Con su esposa Teresa criaron a cinco hijos: Sofía, Matías, Gonzalo, Verónica y Tomás. De esos cinco, solo Matías y Verónica se quedaron en Mendoza, comprometidos con la bodega. Los demás construyeron sus vidas en otros lugares: Rosario, Buenos Aires, Madrid y Miami.. La familia creció, y con el tiempo llegaron los nietos: más de veinte, repartidos por el mundo.
Don Ernesto, ya octogenario, seguía manejando todo a su manera: nunca quiso delegar del todo, ni hablar de herencias, y mucho menos de fideicomisos. “No quiero que nadie me toque lo mío en vida”, repetía con voz firme. Sin embargo, su salud empezó a deteriorarse rápidamente. El diagnóstico fue claro: una enfermedad degenerativa que avanzaba sin pausa.
Fue entonces cuando el silencio se rompió. Los cinco hermanos comenzaron a reunirse con más frecuencia, aunque el clima era tenso. El problema era grande y delicado: todos los activos, incluidos los viñedos, las marcas, los derechos de exportación y las inversiones en fondos del exterior, estaban a nombre personal de Don Ernesto. No había estructura, ni protocolo, ni testamento claro. Solo voluntades implícitas y promesas informales.
Fue Matías, el hijo que había seguido los pasos de su padre en la bodega, quien sintió el peso de la urgencia. “No puedo ver cómo todo esto se diluye en discusiones, abogados y decisiones tardías”, le dijo a su hermana Verónica una noche, tras una larga jornada entre barricas y papeles inconclusos.
Movido por la responsabilidad, y por la angustia, Matías se reunió con un asesor de Investa Trust en Buenos Aires. La conversación fue, ante todo, humana. No hablaban de activos o cláusulas legales al principio, sino de historia, identidad y legado. Matías explicó la complejidad familiar, la falta de organización y el temor real de que el esfuerzo de toda una vida se volviera fuente de conflicto.
Fue así como el equipo de Investa propuso algo necesario: viajar a Mendoza y hablar con Don Ernesto en persona. No con planillas, ni con tecnicismos, sino con empatía. Escucharlo. Entender qué le preocupaba. Qué quería dejar más allá del vino, de las tierras o del capital.
El encuentro fue íntimo. Don Ernesto, recostado en su sillón frente a los viñedos que lo vieron crecer, al principio se mostró reacio. “¿Para qué organizar si todavía estoy acá?”, dijo con voz débil pero determinada. Pero a medida que la conversación avanzaba, algo cambió. Comprendió que organizar no era ceder el control, sino protegerlo. Que planificar no era apurarse a partir, sino asegurarse de que lo que tanto le costó construir tuviera continuidad, armonía y propósito.
Con tiempo, paciencia y el acompañamiento del equipo de Investa, la familia logró avanzar. No se trató solo de redactar un testamento o firmar un contrato: se diseñó una estructura patrimonial completa, anclada en un fideicomiso, pero acompañada de un marco claro de gobernanza familiar. El fideicomiso permitió proteger los activos clave ,la bodega, las tierras, las marcas y las inversiones, mientras que el esquema de gobernanza estableció reglas para la toma de decisiones, mecanismos para la incorporación futura de los nietos, y un comité familiar que velaría por el cumplimiento de los valores y el propósito del legado.
Hoy, la familia no solo mantiene viva la bodega, sino que ha comenzado a escribir una nueva etapa: una basada en acuerdos, visión compartida y cuidado mutuo.
A veces, organizar el patrimonio no es solo proteger activos.” Es proteger a quienes más queremos.”